Sunday, May 07, 2006

MORAL Y RELIGIÓN EN DEMOCRACIA.


En una sociedad democrática se debate en multitud de ocasiones sobre las verdades. Hay quienes no aceptan la existencia de valores absolutos de referencia considerados objetivamente con independencia de la inclinación política en la que se milite y al margen de ciertas convicciones de corte ilustrado y sesgo eminentemente racional. Nuestra vigente Constitución prohíbe una religión oficial de Estado, pero al mismo tiempo asegura y garantiza el libre ejercicio de cualquiera que no contravenga el orden público además de fomentar el establecimiento de convenios de colaboración con aquellas que estén registradas legalmente en el departamento ministerial ad hoc. Así las cosas, el referido libre ejercicio se constituye como un fin y la aconfesionalidad estatal, que no laicidad, se erige como medio de ese fin.

El moderno Estado democrático, más influyente si cabe en este incipiente siglo XXI, defiende un ambicioso afán por abarcar íntegramente la realidad social al mismo tiempo que está tentado de convertirse, y de facto lo hace, en el “Santuario” de sus gobernados y administrados ciudadanos. Whiston Churchill, haciendo uso de la sátira británica, comentaba que la democracia es el peor sistema de gobierno conocido por el hombre, exceptuando todos los demás que se han probado.

Actualmente nuestro gobierno central afirma que la moral no puede legislarse por pertenecer al foro interno del ser humano cuya aplicación se restringe al ámbito de la intimidad. Craso error. La moral no se inmiscuye en la política democrática, bien al contrario es una realidad troncal que refleja, a la sazón, los valores superiores que informa el artículo 1º de nuestra Carta Magna como son la justicia, la libertad, la igualdad y el pluralismo político, los cuales con meridiana claridad se ciñen al campo más estricto de la moralidad.
En este sentido, la cuestión no es qué se legisla de la moral sino el “cómo” de la misma. La religión, por ejemplo, es la primera institución política que a la vez se apoya en un orden superior ofreciendo respuestas consistentes frente al enturbiado dominio de la mayoría institucionalmente representativa que no está legitimada para legislar todo aquello que cae en sus manos, pues se corre el riesgo de instrumentalizar erróneamente en demasiadas ocasiones la razón de ser de la normatividad.
La imposición de un ideario secular por parte de un gobierno sectario ya provocó en el pasado la lacra del nazismo y del comunismo. La victoria en las urnas no otorga licencia para devastar un sistema constitucional ni claudicar ante intereses partidistas. Se empieza por linchar a los humoristas, se continúa reprimiendo y conquistando a los medios de opinión discrepantes y se termina quemando libros y abordando las ideas. Ante esta afirmación existen gobiernos “democráticos” almibaradamente intransigentes cuya sutil intervención silencia las evidencias más visibles, arrojando a la hoguera de las vanidades la ansiada y predicada libertad.
Entendamos bien que la separación entre Iglesia y Estado es una limitación al propio gobierno, no a la religión y a su manifestación pública, por lo tanto, se debe legislar en consecuencia huyendo de la frívola trivialidad, haciendo que la moral supere al demagógico nihilismo. Como decía Borges, en democracia se abusa de la estadística, aunque yo diría que también de la lúgubre ignorancia.

Vicente Franco Gil

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