Sunday, November 19, 2006

La moralidad pública es un deber de Estado para la sociedad civil.


De nada sirve que un Estado se manifieste en orden a unos principios que confieren protección a la dignidad humana y a sus derechos fundamentales, si éstos en la práctica no se reafirman con hechos.


En las sociedades occidentales, donde España claramente se incluye, se han conseguido logros materiales de incuestionable privilegio, pero paradójicamente el concepto y significado de la vida y lo que conlleva su desarrollo ha sufrido un deterioro de consecuencias insondables. En el continuo deslizarse de la libertad de los sentidos, el ser humano divisa cómo su dignidad es pisoteada y cómo sus sentimientos más sagrados y profundos se han convertido en objeto de trato mercantil.

La inmoralidad pública a la que nos tienen acostumbrados el nuevo sistema socialista de sesgo pseudoracionalista, dirigido por Zapatero y sus eruditos y organizados ministros, contraviene el derecho que tiene todo hombre a ser tratado como persona y a no ser reducido sistemáticamente a la categoría de los animales. Con ello el individuo se posiciona en una tensión permanente sometida a toda suerte de placeres, despreciando el pudor, encomiando la procacidad, proponiendole como modelo a imitar situaciones que atentan contra su naturaleza. Así lo que está en juego cuando se defiende la moralidad pública no es una nebulosa de valores indefinidos, sino la identidad propia de la persona y su libertad puesta de manifiesto en todas sus vertientes.

Cuando el ser humano es reducido a meras necesidades fisiológicas, anulando el equilibrio psicológico que prima en la especie humana, el hombre queda subyugado a ser considerada como una bestia más del reino animal, y en esta realidad su libertad se condiciona absolutamente al determinismo físico que da pie al comercio de sus instintos como una nueva esclavitud de la que el gobierno de la nación es en parte artífice al elaborar y “vender” con sutil indiferencia ese pérfido sentido de la libertad.

A la cúpula socialista en la que ZP, Rubalcaba, Pepino Blanco y Fernández de la Vega navegan con interesada confusión y pérdida de rumbo, se les hace saber que la vida social requiere apoyo y protección de un orden jurídico dotado de poder coactivo que, basado en normas inmutables de derecho natural, tengan como misión conseguir el bien común con objetividad. Esto debe ser una ambición del Estado, impidiendo que los medios de comunicación social, entre otros, vulneren dichos principios de la moralidad pública, pues la “autoridad” civil ( si es que Zapatero la ostenta todavía) detenta el poder de organizar la sociedad, dirigiéndola continuamente hacia el bien común, procurando justa y celosamente mediante leyes y disposiciones de desarrollo que no se dañe la moral pública en aras de fomentar el progreso de la colectividad.

En la sociedad política, los ciudadanos tenemos la grave responsabilidad de exigir la salvaguarda de la moralidad pública y sus derechos, que son al mismo tiempo título de obligaciones. El grado de influencia no se circunscribe a una legislación eficaz, sino que debe prescribir el rechazo de las cusas que provocan la degradación moral de la persona. La acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales es un desideratum reflexivo para todos aquellos que caminen por la vida con la mirada puesta en el más allá. Solamente siendo consecuentes con la prestación del servicio a los demás y contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, las personas decentes podremos derrocar el “imperio zapateril” que nos encharca con sus infaustos despropósitos, pues éste fomenta depravadamente un relativismo individualista en donde la vida vale poco o nada y lo material cada vez más encandila satánicamente el obrar en las conciencias.


vicenbarbarroja.

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