Saturday, March 12, 2011

LA CÁTEDRA DE BELÉN O EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

Como cada año por estas fechas, el Excelentísimo Ayuntamiento de Zaragoza, así como una multitud de municipios de nuestra Comunidad aragonesa, y también un gran número de entidades privadas e instituciones públicas de diversa índole, tienen a bien construir y exhibir el tradicional Belén, como algo indispensable y vital que da verdadero sentido a la Navidad. Por ello, vaya mi profundo agradecimiento porque cada vez se invierte más ilusión, énfasis y esmero en su puesta en escena. Además, existe un número heterogéneo de asociaciones dedicadas al montaje de belenes cuya creatividad y originalidad deja patente la laboriosidad de todo un lujo de detalles plasmados en estas verdaderas “urbes” navideñas.

Pero lo que apriorísticamente aflora como una vetusta tradición asumida serenamente por nuestra sociedad, atrae cada vez más la impávida amenaza de voces discrepantes que entonan cantos de paganismo, escepticismo e impiedad. Hay quienes opinan que con el dinero del erario público las Administraciones no deberían dilapidar sus fondos en proyectos de corte religioso o místico, pues constitucionalmente el Estado español se declara laico y por lo tanto carente de interés religioso. Pero esta aseveración, que evidentemente es equívoca, debe ser explicada.

A tal efecto, con base argumental somera pero insigne, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en el segundo considerando del preámbulo prescribe que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”, y en el artículo 18 que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” A mayor abundamiento, nuestra Constitución de 1978, en el artículo 16.3 dispone que “ ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Por consiguiente, no debemos confundir el término laicidad con la locución aconfesionalidad, pues el primero implica confinar a cualquier religión extramuros de la linde estatal, y por el contrario la aconfesionalidad manifiesta una neutralidad e imparcialidad política que paradójicamente obliga a los poderes públicos a colaborar con aquellas creencias que la ciudadanía libre practique. Así las cosas, es tangible que la fe Católica es copiosa en número de creyentes y que el provocativa conflicto entre lo laico y lo religioso no puede obstaculizar ni frustrar la tolerancia activa de una sociedad democrática, pues de lo contrario comportaría un ateísmo de Estado de signo marcadamente confesional proscrito en nuestra Carta Magna. John Locke, padre del liberalismo, sostuvo que una sociedad que desee preservar la libertad no puede darse el placer de tolerar el ateísmo, pues éste disuelve cualquier lazo social.
Pero hablemos ahora de ese Portal didáctico, pedagógico que es el muladar de Belén, ese que algunas personas optan por no mirar el lugar de donde proviene tan radiante luminosidad. Celebrar la Navidad no se puede reducir a recordar un efímero hecho histórico: el nacimiento del Niño Dios, pues es mucho más, es un espíritu universal y sublime, es el cielo bajado a la tierra. Como dijera G. K. Cherteston “ la Navidad que en S.XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, en el S.XX debe ser rescatada de la frivolidad”, y en el S.XXI también, agrego yo. La Navidad es un sonido coherente de notas: humildad, familia, sencillez, unidad, alegría, paz…La fe es el núcleo de una religión compuesta de cosas pequeñas, de tradiciones que avalan la Divinidad adormecida en un pesebre.
La razón humana se cree autosuficiente, la inteligencia se considera el centro del universo y nuestro orgullo egoísta toma protagonismo en un entorno profundamente materialista y consumista. Esto no es Navidad. La comodidad y la vida ociosa anida en nuestra vida como un huésped que perfora nuestra capacidad para vibrar ante lo llano y modesto. El amor propio es el descamino que no lleva a Belén. El Niño nacido entre pajas, por no haber tenido cobijo entre los hombres, nació entonces pero se hace todos los días el encontradizo en la oficina, en el supermercado, en la calle, en todas partes. La Navidad es una eclosión virtuosa sin parangón que nace intrínsecamente de lo propio, que ni la historia ni la filosofía son capaces de rememorar nacimiento alguno incurso en su anecdotario.
El ser humano es una pregunta abierta que busca y espera una respuesta, pues el corazón necesita caminar por sendas luminosas. Sin embargo, a veces, sucede que los prejuicios políticos e ideológicos, o de pura ignorancia, nos hacen temer de ese contagio espiritual que nuestras almas ansían, ya que con frecuencia se parecen a ese cobertizo sucio lleno de estiércol en el que al parecer no se tiene ni siquiera un lugar para Dios.
La Navidad es perenne, se conmemora en fecha fija pero su efecto se prolonga todo el año. En muchos de nuestros hogares también el Belén ocupará un lugar especial. San Agustín decía que “ Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios”. El gozo es el privilegio de los humildes, y quizá, por descuido, no nos preguntemos qué parte de la realidad se nos esfuma entre los dedos y preferimos mantener nuestras dudas y la incertidumbre en los pliegues de nuestro corazón.
Podemos pasar la vida siendo Cicerones, Augustos, Pilatos, Herodes, pastorcillos, sin plantearnos interrogantes comprometidos. No obstante, la intimidad divina anhela el silencio humano para compartirlo, y solo en silencio el ser humano está capacitado para no zafarse de las preguntas de Dios. Y en estos días, imbuidos en el ruido de las compras, de las fiestas bañadas en alcohol, de las comilonas pantagruélicas, nos podemos preguntar el porqué del musgo, de las bombillas, de los adornos del árbol, de la familiaridad con los personajes del Belén, esos que tienen nombre propio: Jesús, María y José. No dejemos que el estiércol del establo desplace la presencia de Dios.
La Navidad vuelve siempre, porque nunca se va, se queda en nuestra intimidad, ponderando la verdad.

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