Saturday, March 12, 2011

LA FAMILIA, BIEN GRACIAS...¿O NO ?

Es incuestionable que hablar hoy de la familia es a todas luces establecer un debate espinoso acerca de lo que debería ser y, por desgracia en demasiadas ocasiones, no lo es. Con este título, una película de Pedro Masó realizada en 1979, cuyas antecesoras fueron “La Gran Familia” y la “Familia y uno más”, no se pretende evocar la nostalgia simplona de tiempos pretéritos, pero sí examinar y orientar de alguna forma el itinerario de la fascinante vida familiar. Lo cierto es que los datos estadísticos no son muy halagüeños ya que reflejan un volumen de rupturas y quiebras matrimoniales inexorablemente en alza.

La familia, esa institución tan valorada paradójicamente en nuestros días a pesar de lo que está cayendo, viene sufriendo últimamente una serie de agresiones que le han provocado heridas que precisan de un esfuerzo continuado para sanarlas. Lo que ahora denominan los libertinos “familia tradicional”, un matrimonio compuesto por ley natural por padre, made e hijos que comparten bajo un mismo techo su vida en común, es objeto frecuentemente de una desmesurada y ácida crítica destructiva así como de incongruentes ataques lesivos. Poco tiempo se destina a ella para ennoblecerla y excesivo en hundirla y socavarla.

Con la incipiente democracia vino la ley del divorcio en el año 1981, al parecer una ventana por donde entraban aires nuevos de libertad que, luctuosamente, en la última década se han producido por año alrededor de 150.000 disoluciones frente a unos 210.000 matrimonios. Pero la modernidad con su impronta innovadora y novedosa aún fue más osada y en el año 2005 se promulgó la ley del divorcio express, mediante la cual por unos 200 € y sin dar profundas explicaciones los matrimonios van y vienen cual vulgar uso de los pañuelos kleenes. Pero la progresía evolutiva de diseño, aquella que fomenta la moral de situación según convenga, todavía fue más lejos. Insólitamente introdujo una persuasiva y sugerente ideología de género cuyos objetivos son abolir el matrimonio animando a meras uniones más o menos sentimentales, neutralizar a la familia, menospreciar la maternidad y extender la sexualidad polimorfa.

De esta manera disponemos en este momento de una combinación diversa de familias, erróneamente denominadas así, a la sazón: padre y padre con hijos adoptados o propios de una ruptura anterior heterosexual pero que ahora su orientación es homosexual; madre y madre con hijos procedentes de padre –naturalmente- biológico fruto de una inseminación proveniente de bancos de esperma; padres y madres separados con hijos que conviven con otras parejas y con los hijos de estas, es decir, una amalgama grupuscular de personas que se alojan eventualmente en un mismo habitáculo por un tiempo incierto. Asimismo, el léxico también sufre el menosprecio del cambio: el matrimonio ha sido desplazado por la terminología progre de “relación en pareja”. La denominación “mi esposa” o “mi esposo” ahora se califica con el apelativo sutil y etéreo “mi pareja”, como si no existiera una relación voluntaria y felizmente obligada.

También es cierto que el hedonismo reinante, la falta de un compromiso responsable y la política gubernamental antinatalista y proclive al aborto que frecuenta nuestra coyuntura social, hacen flaco favor a lo que debería ser la familia. Con todo, en Aragón el número de hijos por mujer es del 1,45, y algunos técnicos comentan que cada hijo cuesta cerca de 300.000 € hasta que alcanzan la mayoría de edad. Esto es un mero ejemplo que refleja que algo se está haciendo mal en nuestra sociedad.

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo que “mucho tienen que hacer los padres para compensar el hecho de tener hijos”, y el suizo Jean-Jacques Rousseau que “el hombre es dueño de su destino, pero los hijos están a merced de quienes les rodean”, aunque pienso sinceramente que en gran parte se equivocaron. El primero porque tener y educar hijos es la materialización del amor en estado puro y por sí misma una recompensa que no se agota. Y el segundo porque nadie puede asegurar su destino.

Sin embargo, los errores del progreso se pueden corregir a pesar de que las consecuencias que generan en ocasiones son irreversibles como la violencia de género, los abortos y cada vez más la quiebra matrimonial con extensión perniciosa a la estructura de la urdimbre social en que se sustenta.

Por el contrario, la familia no es un producto planificado al albur del Estado ni un ingenio ideológico que compete a los poderes públicos, si bien estos tienen la grave responsabilidad de propiciar las medidas oportunas y necesarias para el buen desarrollo de aquella. En sí misma, la familia es un bien jurídico objeto de protección con derechos y deberes que exige dedicación plena y una entrega desinteresada sin fecha de caducidad. Por ello el modelo infalible que otorga equilibrio y estabilidad personal y social es la familia compuesta por hombre, mujer e hijos, una prole tan prolija como el amor conyugal pueda dar de sí. Con este enfoque no es extraño que la postmodernidad haya usurpado este modelo para dar culto al ser autónomo, ególatra, profundamente sentimental e inmaduro, creando sus propio espacio normativo donde el relativismo impera con una preeminencia abusiva sobre cualquier sistema de valores. De ahí que se esté dando con frecuencia el efecto sustitución en las familias, es decir, no tener hijos para no obstaculizar la libertad propia o solamente tener uno pero que al mismo tiempo tenga de todo, lo más caro y a toda costa.

No perdamos de vista que el matrimonio es una verdadera vocación donde se aprende a diario el milagro del perdón, donde se cultiva la confianza, donde se educa a los hijos con el ejemplo, un lugar idóneo donde se fundamenta la unidad familiar que supera todo tipo de pruebas y dificultades. El amor es una decisión consciente de la voluntad, de ir hacia los otros y una demostración de la generosidad sin límite. La familia no es un caterva tribal de miembros que salen y entran de casa como si de una fonda se tratase, un modo impersonal e indefinido de vivir. Es la primera forma de comunidad, el eje axial de la sociedad donde se debe educar en el ser y no en el tener de una manera solidaria e integradora, la escuela de amor, de formación moral, cultural y espiritual, es en definitiva el lugar, o mejor dicho el hogar, para la justa y futura actuación social. La educación familiar sienta las bases del desarrollo de los hijos y les marca una senda cardinal y elemental en sus vidas.

En fin, en manos de los modeladores culturales, políticos, sociales, filosóficos, educadores y científicos está la labor de orientar a la familia hacia su caprichosa banalización, o acomodarla hacia la coherencia y plenitud de un gran proyecto humano y trascendente. Que la excepción a la ruptura matrimonial por causas evidentes, objetivas y sensibles no sea la norma general que corrompa a la sociedad en su conjunto.

En estos momentos de oleaje ético y moral, recordemos las palabras de Juan Pablo II: “la familia está llamada a ser templo, o sea, casa de oración: una oración sencilla, llena de esfuerzo y ternura. Una oración que se hace vida, para que toda la vida se convierta en oración”.

Estando en nuestra presencia todavía la Navidad, tengamos presente a la Familia de Nazaret, asumiendo el compromiso de avanzar amparándonos en la verdad.

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