Thursday, December 14, 2006

Es tiempo de Adviento, llega la Navidad.


Al final del año, a caballo entre el conclusivo otoño y el incipiente invierno, algo cambia en nuestras vidas: unos ansían el consumo, otros recalan en la paz.

Existen diferentes formas de afrontar las fiestas que se aproximan con objeto de la Navidad. El fuerte tirón laicista que actualmente azota nuestra existencia, no lograra penetrar con la debida contundencia en quienes pensamos que el fin de la Navidad no es el derroche obligado de la paga extraordinaria, ni la ligereza en el beber o el comer desmesuradamente, ni si quiera fijar la mirada en la desproporcionada entrega de regalos que en algunos hogares se fomenta. Celebrar con gozo la Navidad es recrearse en el nacimiento del Niño Dios, de un niño que no tuvo lugar para nacer confortablemente por el egoísmo humano, por estar precisamente demasiado ocupados en las labores materiales y enquistados en la comodidad que precede a la destructiva pereza.

El tiempo de Adviento, en el cual estamos inmersos ya en estos días, se remonta al Siglo IV y se caracteriza por ser un periodo de preparación para la venida del Señor. Es una espera gozosa llena de luz y de esperanza, orientada a la conversión de los corazones que, en demasiadas ocasiones, los tenemos muy endurecidos.

A pesar de que la libertad ideológica y de culto son derechos fundamentales prescritos en la Constitución y en un abundamiento de Declaraciones y disposiciones de desarrollo reglamentario, no por ello es cierto que el ser humano en algún momento de su vida se plantea las cuestiones que más le hacen recapacitar: ¿quién soy?, ¿qué hago aquí y ahora? ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy? Estas y otras preguntas brotan de nuestras conciencias sin poderlas domeñar, y como consecuencia de su vehemente ímpetu nos asaltan multitud de dudas al mismo tiempo que se despierta nuestro interés por encontrar las respuestas apropiadas.

Tiempo de conversión, de mejorar nuestras conductas, de reflexionar acerca de nuestro obrar, de aquello que hacemos y de lo que dejamos de hacer. Ya en tiempos primitivos, nuestros antepasados sentían la necesidad de “adorar” al sol, a las piedras, a los ríos, a la montaña,…porque la sed espiritual no se les saciaba. Nosotros en cambio somos más afortunados, pues hace dos mil años nació el Redentor, el Cristo, el Salvador.

Sería conveniente recapacitar por unos instantes sobre el porqué de la existencia humana, dejando apartada cualquier brizna de superficialidad para asirnos con fuerza al firme compromiso de pensar, de meditar, de escuchar el susurro de nuestra interioridad. Seguro que enseguida observaríamos una paz inmensa, un reencuentro con un ente invisible pero tangible que se vislumbra con gravidez en medio de las familias, del trabajo, de la calle, de los acontecimientos más cotidianos de la vida corriente.

Sin embargo y muy a pesar de la comunidad cristiana, se confunde habitualmente la Navidad con el gasto y el acelerado consumo, osando los más atrevidos a culpar a la propia Iglesia católica de esta deriva festiva. Muchos piensan que las conmemoraciones litúrgicas y religiosas tienen como finalidad, entre otras, la venta de diversos artilugios y material de decoración para engrosar las arcas del clero. Craso error. La Iglesia siempre anima a la conversión y por medio de la oración acrecentar la fe en Dios, que el próximo 24 de diciembre se encarnara en su Hijo unigénito: Jesús.

Por otrolado, es costumbre arraigada y reiterada en las familias cristianas colocar el Belén para recordar la época en que María, la Madre de Dios, y San José, su castísimo esposo, junto con el Niño nacido entre pajas, habitaron la tierra para manifestar el poder del Padre y el inmenso amor que éste tuvo a sus hijos ofreciéndonos un modelo de familia, una forma de vivir y un camino preciso y recto por recorrer.

Llega la Navidad, pero tal como viene también se va. No dejemos que la bondad se adueñe de nosotros unicamente en estos efímeros días de cada año, hagamos que la Navidad sean todos y cada uno de los días de nuestra vida, un continuo acercamiento a la paz y a la concordia, a la conversión, que no se reduzca a una mera filantropía generosa y altruista, pues ésta se basada exclusivamente en lo humano puede quebrar, y sin embargo la Navidad fundada en lo divino y lo perenne, nunca pasa ni muere.

Como colofón, es mi deseo expreso incidir en que la familia es el instrumento de defensa mejor diseñado para combatir la indiferencia y el hastío, es el hábitat natural de desarrollo humano en donde se adquieren los valores y principios que hacen a una sociedad más justa, ecuánime, equitativa y racional. En la Navidad, con el nacimiento de Jesús hecho hombre por amor a sus semejantes, podemos encontrar la razón de ser y la esencia de nuestro peregrinar terreno. Además, estas consideraciones son compatibles, de forma razonable, con el turrón, el cava y los regalos, bien entendidos como muestra de desprendimiento y afecto, pues al fin y al cabo que nazca el Señor en nuestros corazones de carne es un motivo maravilloso de manifestar nuestra alegría y por ello es de obligada observancia declararlo abiertamente sin complejos y festejarlo.

Para todos desde mi corazón: ¡FELIZ NAVIDAD!

vicenbarbarroja.

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