Saturday, March 12, 2011

CUESTIONES DEMOGRÁFICAS: ANTICONCEPCIÓN Y ABORTO

Hace unos días este medio de comunicación digital destacaba la noticia de que en el año 2010 el número de partos se redujo un 3% en relación al año 2009 en los hospitales públicos de Aragón. Asimismo, entre estos años, en nuestra Comunidad Autónoma los nacimientos apenas variaron, lo que trae como causa una inalterabilidad poblacional y un inquietante relevo generacional.

Ante este hecho nada halagüeño, lo cierto es que todavía debemos dar gracias de que nazcan niños en mayor o menor medida, dado que la propaganda genocida que azota nuestras conciencias, así como la normativa que circunscribe la cultura de la muerte, van “in crescendo” al compás de una desafiante y barbárica sinrazón.

Años atrás, nos asalto el anuncio de “póntelo, pónselo”, un uso indiscriminado de preservativos al parecer para evitar embarazos no deseados e impedir enfermedades contagiosas; más adelante se comercializó la píldora del día después, abortiva, de fácil adquisición y al alcance sobre todo de la juventud; y lo más reciente ha sido la campaña de “la píldora del día de antes”, por si no hubiera todavía suficiente artillería contraceptiva. Desde esta perspectiva, que nadie piense que estas campañas son una ganga, cuestan bastante dinero y generan un ingente lucro a favor de las empresas que fabrican los diversos ingenios contraceptivos y abortivos que se encuentran en el mercado. La implementación de las sagaces campañas destinadas a informar exhaustivamente cómo mantener relaciones sexuales sin riesgo, con plena libertad y a poder ser a edad temprana, tampoco son unos saldos ocasionales, así como toda la retahíla de manuales de contenido impúdico y sobradamente licencioso los cuales reciben pingües ingresos procedentes de suculentas subvenciones.

Pero el no va más, la cumbre de los despropósitos, vino de la mano del Ministerio de Sanidad con la mortífera Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, un eufemismo legal que convierte en derecho lo que antes era delito y siempre será un homicidio, que considera al feto como un objeto de libre disposición, que autoriza a las menores a abortar sin asenso previo, que limita la objeción de conciencia de los facultativos y que capacita a la Sanidad Pública a recetar anticonceptivos y abortivos como si de aspirinas se tratase.

La sexualidad está siendo presa de la ideología del caiga quien caiga. La conducta sexual se ha convertido en un eje de adicción excesiva y absorbente, una práctica puramente genital que rehúye el compromiso y el amor para dar relieve al placer incontrolado. La promiscuidad entre los adolescentes, propiciada por proclamas propagandísticas que invitan a unas iniciaciones sexuales precoces, se vende como una superación de la autoestima para tratar de evitar el aislamiento social que invoca la perversa inmoralidad.

La contracepción, el aborto, el abandono ético en los individuos, disuelven las estructuras jurídicas y fagocitan el Derecho en detrimento del bien común, de la protección de la maternidad, de la mujer y en definitiva del ser humano en todas sus facetas, incluidos los nasciturus. Estas actitudes no resuelven cuestiones objetivas, en todo caso causan un daño irreparable a la sociedad y arruinan su convivencia. Todos estos ideales atroces son meros pretextos destinados a mantener encendida la llama del poder político que contribuye con su anuencia a la muerte de inocentes haciéndose culpable de una prevaricación pavorosa. La legitimidad del poder no se mide en los votos de las urnas sino en su capacidad de servir según la justicia. Si el ordenamiento jurídico no salvaguarda y respeta los Derechos Humanos como derechos universales, entonces el Derecho no garantiza la dignidad humana y por ello el poder es injusto e intrínsecamente ilegítimo. Porque, ¿dónde situamos la dignidad humana, en la inteligencia, en la salud, en la felicidad, en la utilidad…?

Por otro lado, si la información es sesgada e incompleta deforma las conciencias y hace oscilar la voluntad. En los programas de anticoncepción nunca se habla de la abstinencia, de la castidad, de la fidelidad conyugal, o de un noviazgo limpio, por ser motivo de risa y de escarnio. No obstante, hoy en día, existen personas, jóvenes y adultos, heroicas que nadan contracorriente manteniendo sus principios rectores a flote sin reparar en el qué dirán.
Si, ciertamente son personas que procuran por la existencia de los seres más desvalidos, porque son los que más derechos deben tener, porque creen en una dignidad declarada como un valor incondicional que restaura todo lo que valen los seres humanos.

Seamos inapelables al afirmar que la familia, como fundamento del tejido social, no tiene sustituto alguno. Para que se forme y se desarrolle, debemos permitir que nazcan nuestros hijos primero y exigir a la vez a todos los poderes públicos que inviertan nuestro dinero en campañas dirigidas a fomentar la unidad familiar, la maternidad y el sostenimiento de la prole. Si el acto sexual se reduce a un simple fenómeno fisiológico, vana es la naturaleza de las personas dotadas de entendimiento, voluntad y de raciocinio.

La inclinación sexual no debe ser exclusivamente biológica, se debe ordenar a la unión de los sexos con apertura a la procreación de seres humanos con plenos derechos de ciudadanía. El fundamentalismo eclipsa el desarrollo de la razón y el relativismo niega la verdad violentando la esencia de las cosas convirtiéndose, irremediablemente, en una excusa perfecta para que el más fuerte domine al más débil.

Entendamos bien que la anticoncepción y el aborto, en sí factores deshumanizadores, no deben convertirse en la prolongación continuada de errores seductores que en apariencia revisten de verdad, antes bien son meros protagonistas de los desatinos temporales de una civilización que camina a ciegas, sin rumbo y muy ofuscada.

W. Shakespeare decía que “hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende”. Con todo, tanto los grupos políticos como los lobbys de presión son responsables subsidiarios de las innumerables muertes de inocentes, verdugos que prenden la mecha de la indignidad y el libertinaje. Creo que cada individuo y la sociedad en su conjunto merecen un trato más justo y coherente, un soterramiento de ideologías descompuestas para reactivar al ser humano como centro y motor de cuanto tiene a su alcance y no ser la víctima de lo accesorio e intranscendente.

La forma más honesta de abordar la sexualidad humana consiste sin duda en dominar toda suerte de vicios en aras de descubrir nuestra autenticidad antropológica, la cual nos debe mover a buscar siempre y con anhelo la finalidad última de nuestros actos. La vida no es algo baladí, es un derecho inalienable que a su vez da consistencia a todo el universo.

LA CÁTEDRA DE BELÉN O EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

Como cada año por estas fechas, el Excelentísimo Ayuntamiento de Zaragoza, así como una multitud de municipios de nuestra Comunidad aragonesa, y también un gran número de entidades privadas e instituciones públicas de diversa índole, tienen a bien construir y exhibir el tradicional Belén, como algo indispensable y vital que da verdadero sentido a la Navidad. Por ello, vaya mi profundo agradecimiento porque cada vez se invierte más ilusión, énfasis y esmero en su puesta en escena. Además, existe un número heterogéneo de asociaciones dedicadas al montaje de belenes cuya creatividad y originalidad deja patente la laboriosidad de todo un lujo de detalles plasmados en estas verdaderas “urbes” navideñas.

Pero lo que apriorísticamente aflora como una vetusta tradición asumida serenamente por nuestra sociedad, atrae cada vez más la impávida amenaza de voces discrepantes que entonan cantos de paganismo, escepticismo e impiedad. Hay quienes opinan que con el dinero del erario público las Administraciones no deberían dilapidar sus fondos en proyectos de corte religioso o místico, pues constitucionalmente el Estado español se declara laico y por lo tanto carente de interés religioso. Pero esta aseveración, que evidentemente es equívoca, debe ser explicada.

A tal efecto, con base argumental somera pero insigne, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en el segundo considerando del preámbulo prescribe que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”, y en el artículo 18 que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” A mayor abundamiento, nuestra Constitución de 1978, en el artículo 16.3 dispone que “ ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Por consiguiente, no debemos confundir el término laicidad con la locución aconfesionalidad, pues el primero implica confinar a cualquier religión extramuros de la linde estatal, y por el contrario la aconfesionalidad manifiesta una neutralidad e imparcialidad política que paradójicamente obliga a los poderes públicos a colaborar con aquellas creencias que la ciudadanía libre practique. Así las cosas, es tangible que la fe Católica es copiosa en número de creyentes y que el provocativa conflicto entre lo laico y lo religioso no puede obstaculizar ni frustrar la tolerancia activa de una sociedad democrática, pues de lo contrario comportaría un ateísmo de Estado de signo marcadamente confesional proscrito en nuestra Carta Magna. John Locke, padre del liberalismo, sostuvo que una sociedad que desee preservar la libertad no puede darse el placer de tolerar el ateísmo, pues éste disuelve cualquier lazo social.
Pero hablemos ahora de ese Portal didáctico, pedagógico que es el muladar de Belén, ese que algunas personas optan por no mirar el lugar de donde proviene tan radiante luminosidad. Celebrar la Navidad no se puede reducir a recordar un efímero hecho histórico: el nacimiento del Niño Dios, pues es mucho más, es un espíritu universal y sublime, es el cielo bajado a la tierra. Como dijera G. K. Cherteston “ la Navidad que en S.XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, en el S.XX debe ser rescatada de la frivolidad”, y en el S.XXI también, agrego yo. La Navidad es un sonido coherente de notas: humildad, familia, sencillez, unidad, alegría, paz…La fe es el núcleo de una religión compuesta de cosas pequeñas, de tradiciones que avalan la Divinidad adormecida en un pesebre.
La razón humana se cree autosuficiente, la inteligencia se considera el centro del universo y nuestro orgullo egoísta toma protagonismo en un entorno profundamente materialista y consumista. Esto no es Navidad. La comodidad y la vida ociosa anida en nuestra vida como un huésped que perfora nuestra capacidad para vibrar ante lo llano y modesto. El amor propio es el descamino que no lleva a Belén. El Niño nacido entre pajas, por no haber tenido cobijo entre los hombres, nació entonces pero se hace todos los días el encontradizo en la oficina, en el supermercado, en la calle, en todas partes. La Navidad es una eclosión virtuosa sin parangón que nace intrínsecamente de lo propio, que ni la historia ni la filosofía son capaces de rememorar nacimiento alguno incurso en su anecdotario.
El ser humano es una pregunta abierta que busca y espera una respuesta, pues el corazón necesita caminar por sendas luminosas. Sin embargo, a veces, sucede que los prejuicios políticos e ideológicos, o de pura ignorancia, nos hacen temer de ese contagio espiritual que nuestras almas ansían, ya que con frecuencia se parecen a ese cobertizo sucio lleno de estiércol en el que al parecer no se tiene ni siquiera un lugar para Dios.
La Navidad es perenne, se conmemora en fecha fija pero su efecto se prolonga todo el año. En muchos de nuestros hogares también el Belén ocupará un lugar especial. San Agustín decía que “ Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios”. El gozo es el privilegio de los humildes, y quizá, por descuido, no nos preguntemos qué parte de la realidad se nos esfuma entre los dedos y preferimos mantener nuestras dudas y la incertidumbre en los pliegues de nuestro corazón.
Podemos pasar la vida siendo Cicerones, Augustos, Pilatos, Herodes, pastorcillos, sin plantearnos interrogantes comprometidos. No obstante, la intimidad divina anhela el silencio humano para compartirlo, y solo en silencio el ser humano está capacitado para no zafarse de las preguntas de Dios. Y en estos días, imbuidos en el ruido de las compras, de las fiestas bañadas en alcohol, de las comilonas pantagruélicas, nos podemos preguntar el porqué del musgo, de las bombillas, de los adornos del árbol, de la familiaridad con los personajes del Belén, esos que tienen nombre propio: Jesús, María y José. No dejemos que el estiércol del establo desplace la presencia de Dios.
La Navidad vuelve siempre, porque nunca se va, se queda en nuestra intimidad, ponderando la verdad.

LA FAMILIA, BIEN GRACIAS...¿O NO ?

Es incuestionable que hablar hoy de la familia es a todas luces establecer un debate espinoso acerca de lo que debería ser y, por desgracia en demasiadas ocasiones, no lo es. Con este título, una película de Pedro Masó realizada en 1979, cuyas antecesoras fueron “La Gran Familia” y la “Familia y uno más”, no se pretende evocar la nostalgia simplona de tiempos pretéritos, pero sí examinar y orientar de alguna forma el itinerario de la fascinante vida familiar. Lo cierto es que los datos estadísticos no son muy halagüeños ya que reflejan un volumen de rupturas y quiebras matrimoniales inexorablemente en alza.

La familia, esa institución tan valorada paradójicamente en nuestros días a pesar de lo que está cayendo, viene sufriendo últimamente una serie de agresiones que le han provocado heridas que precisan de un esfuerzo continuado para sanarlas. Lo que ahora denominan los libertinos “familia tradicional”, un matrimonio compuesto por ley natural por padre, made e hijos que comparten bajo un mismo techo su vida en común, es objeto frecuentemente de una desmesurada y ácida crítica destructiva así como de incongruentes ataques lesivos. Poco tiempo se destina a ella para ennoblecerla y excesivo en hundirla y socavarla.

Con la incipiente democracia vino la ley del divorcio en el año 1981, al parecer una ventana por donde entraban aires nuevos de libertad que, luctuosamente, en la última década se han producido por año alrededor de 150.000 disoluciones frente a unos 210.000 matrimonios. Pero la modernidad con su impronta innovadora y novedosa aún fue más osada y en el año 2005 se promulgó la ley del divorcio express, mediante la cual por unos 200 € y sin dar profundas explicaciones los matrimonios van y vienen cual vulgar uso de los pañuelos kleenes. Pero la progresía evolutiva de diseño, aquella que fomenta la moral de situación según convenga, todavía fue más lejos. Insólitamente introdujo una persuasiva y sugerente ideología de género cuyos objetivos son abolir el matrimonio animando a meras uniones más o menos sentimentales, neutralizar a la familia, menospreciar la maternidad y extender la sexualidad polimorfa.

De esta manera disponemos en este momento de una combinación diversa de familias, erróneamente denominadas así, a la sazón: padre y padre con hijos adoptados o propios de una ruptura anterior heterosexual pero que ahora su orientación es homosexual; madre y madre con hijos procedentes de padre –naturalmente- biológico fruto de una inseminación proveniente de bancos de esperma; padres y madres separados con hijos que conviven con otras parejas y con los hijos de estas, es decir, una amalgama grupuscular de personas que se alojan eventualmente en un mismo habitáculo por un tiempo incierto. Asimismo, el léxico también sufre el menosprecio del cambio: el matrimonio ha sido desplazado por la terminología progre de “relación en pareja”. La denominación “mi esposa” o “mi esposo” ahora se califica con el apelativo sutil y etéreo “mi pareja”, como si no existiera una relación voluntaria y felizmente obligada.

También es cierto que el hedonismo reinante, la falta de un compromiso responsable y la política gubernamental antinatalista y proclive al aborto que frecuenta nuestra coyuntura social, hacen flaco favor a lo que debería ser la familia. Con todo, en Aragón el número de hijos por mujer es del 1,45, y algunos técnicos comentan que cada hijo cuesta cerca de 300.000 € hasta que alcanzan la mayoría de edad. Esto es un mero ejemplo que refleja que algo se está haciendo mal en nuestra sociedad.

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo que “mucho tienen que hacer los padres para compensar el hecho de tener hijos”, y el suizo Jean-Jacques Rousseau que “el hombre es dueño de su destino, pero los hijos están a merced de quienes les rodean”, aunque pienso sinceramente que en gran parte se equivocaron. El primero porque tener y educar hijos es la materialización del amor en estado puro y por sí misma una recompensa que no se agota. Y el segundo porque nadie puede asegurar su destino.

Sin embargo, los errores del progreso se pueden corregir a pesar de que las consecuencias que generan en ocasiones son irreversibles como la violencia de género, los abortos y cada vez más la quiebra matrimonial con extensión perniciosa a la estructura de la urdimbre social en que se sustenta.

Por el contrario, la familia no es un producto planificado al albur del Estado ni un ingenio ideológico que compete a los poderes públicos, si bien estos tienen la grave responsabilidad de propiciar las medidas oportunas y necesarias para el buen desarrollo de aquella. En sí misma, la familia es un bien jurídico objeto de protección con derechos y deberes que exige dedicación plena y una entrega desinteresada sin fecha de caducidad. Por ello el modelo infalible que otorga equilibrio y estabilidad personal y social es la familia compuesta por hombre, mujer e hijos, una prole tan prolija como el amor conyugal pueda dar de sí. Con este enfoque no es extraño que la postmodernidad haya usurpado este modelo para dar culto al ser autónomo, ególatra, profundamente sentimental e inmaduro, creando sus propio espacio normativo donde el relativismo impera con una preeminencia abusiva sobre cualquier sistema de valores. De ahí que se esté dando con frecuencia el efecto sustitución en las familias, es decir, no tener hijos para no obstaculizar la libertad propia o solamente tener uno pero que al mismo tiempo tenga de todo, lo más caro y a toda costa.

No perdamos de vista que el matrimonio es una verdadera vocación donde se aprende a diario el milagro del perdón, donde se cultiva la confianza, donde se educa a los hijos con el ejemplo, un lugar idóneo donde se fundamenta la unidad familiar que supera todo tipo de pruebas y dificultades. El amor es una decisión consciente de la voluntad, de ir hacia los otros y una demostración de la generosidad sin límite. La familia no es un caterva tribal de miembros que salen y entran de casa como si de una fonda se tratase, un modo impersonal e indefinido de vivir. Es la primera forma de comunidad, el eje axial de la sociedad donde se debe educar en el ser y no en el tener de una manera solidaria e integradora, la escuela de amor, de formación moral, cultural y espiritual, es en definitiva el lugar, o mejor dicho el hogar, para la justa y futura actuación social. La educación familiar sienta las bases del desarrollo de los hijos y les marca una senda cardinal y elemental en sus vidas.

En fin, en manos de los modeladores culturales, políticos, sociales, filosóficos, educadores y científicos está la labor de orientar a la familia hacia su caprichosa banalización, o acomodarla hacia la coherencia y plenitud de un gran proyecto humano y trascendente. Que la excepción a la ruptura matrimonial por causas evidentes, objetivas y sensibles no sea la norma general que corrompa a la sociedad en su conjunto.

En estos momentos de oleaje ético y moral, recordemos las palabras de Juan Pablo II: “la familia está llamada a ser templo, o sea, casa de oración: una oración sencilla, llena de esfuerzo y ternura. Una oración que se hace vida, para que toda la vida se convierta en oración”.

Estando en nuestra presencia todavía la Navidad, tengamos presente a la Familia de Nazaret, asumiendo el compromiso de avanzar amparándonos en la verdad.